Buscando un tema sobre el que escribir (algo no siempre fácil) me he topado con el estudio de turno. Éste refiere a la obsesión que todo propietario de un teléfono inteligente suele desarrollar para con su terminal. Relatemos rápidamente sus conclusiones, que hoy tengo ganas de hablar un poco de mí y de cómo los smartphones cambiaron para siempre mi vida.

La encuesta ha corrido a cargo de iPass Global Mobile Worforce Report, dictaminando que uno de cada tres usuarios suelen despertarse en mitad de la noche para consultar su email en el teléfono, de hecho, la mitad de los preguntados reconoce no poder dormir si no lo tiene al alcance de la mano.

Otro tercio reconoce haber discutido con su pareja debido a la consulta constante del smartphone, no sólo durante el almuerzo sino también entremedias de la más trascendente conversación. No es de extrañar pues que la mayor parte de la muestra se diga soltera ¿verdad?

Estos dispositivos, dice el informe, han alterado drásticamente nuestra escala de valores, dando prioridad a la celeridad por encima de la calidad: un 40% de consultados admite haber salido de una reunión para atender una llamada... pese a que otro 40% lo considere completamente descortés.

Son pequeños ejemplos de cómo los gadgets de moda están transformándonos en seres sociales de puertas para adentro. Aún recuerdo cuando me hice con mi primer smartphone, un HTC Tattoo que despertó en mi esa sensación de conexión perpetua. Impresión que desde entonces no me ha abandonado.

Por desgracia no todo el mundo muestra el mismo grado de fidelidad y poco a poco, aquellos que permanecían ajenos a la fiebre del móvil con Internet, terminaron distanciándose. No podían comprender qué me resultaba tan atractivo de aquel aparatejo, por qué tenía que deslizar mis dedos por su pantalla cada cinco minutos...

Pronto comprendí que tenían razón, pero cuando estuve por dársela, por confirmarles que era completamente ilógico el quedar a tomar algo con Antonio y al tiempo estar informando de ello a Lucía, Christian y Jorge por Twitter, éstos aparecían con un reluciente smartphone bajo el brazo: -Ahora te comprendo -decían con una sonrisa.

No hace mucho leía una interesante columna de opinión (perdóneme el autor pero no le recuerdo) que venía a decir lo siguiente: estamos perdiendo el rumbo de la socialización por culpa de teléfonos que lo mismo nos hacen contactar con una persona, que ignorarla en pos de otra conexión cuando finalmente decidimos desvirtualizarla con un café. Lo curioso del asunto es que ambos cafés terminarán fríos y los contertulios más pendientes de comunicar la cita a sus contactos que de experimentarla en sí.

Cristina Fenollar lo resume perfectamente en su monólogo "Yo no tengo iPhone":

Lo importante no es lo bien que nos lo estamos pasando con la gente con la que hemos ido a las Alpujarras. No. Lo importante es que aquellos con los que no hemos ido a Las Alpujarras vean lo bien que nos lo estamos pasando con los que sí hemos ido a Las Alpujarras. No es nada esquizoide.

¿Qué decir de cómo han cambiado nuestras mesitas de noche? Nada de libros y gafas, todo geek que se precie colocará su smartphone en primera línea, incluso delante del interruptor de esa coqueta lámpara que nos regalase vaya usted a saber quién. Total, si queremos luz ya nos la dará el teléfono cuando en plena noche extendamos el brazo para ver la última notificación resonante. Nuestro compañero de lecho probablemente se moleste en doble medida, pero no os preocupéis, basta con hacer efectivo aquello de que "quienes duermen en el mismo colchón...".

Dejad que os pregunte ¿qué es lo primero que hacéis al despertar? ¿apagar el depertador? Sí y no. Porque el despertador es la mejor excusa que hemos encontrado para cotillear nuestro móvil desde el instante en que comenzamos a abrir los ojos. Consultar nuestro timeline con la vista aún nebulosa es el pan de cada día de no pocos adeptos a la connected way of life.

Los smartphones, además, han diluido hasta lo invisible la barrera entre nuestra vida personal y profesional. Y dentro de la personal, extinguido el concepto clásico de la amistad en tanto requiera la periódica reunión física de los firmantes. Con un teléfono inteligente en el bolsillo y los jefes al acecho en alguna de nuestras redes sociales, cualquier momento es bueno para interrumpir esa puesta de sol con una urgencia o notar los reproches del mandamás que sabe perfectamente cómo pasaste la tarde en plan bucólico mientras su alto cargo le requería pernoctar en la oficina. Foursquare y el sutil socavamiento de nuestras relaciones... qué os voy a contar ¿no es así?

Sin embargo, a veces me paro a pensar en la cantidad de gente que he conocido gracias a Twitter, Facebook y derivados. Gente a la que de un modo u otro he terminado comprendiendo mejor que a la mayoría de los que frecuento a diario. Personas al fin y al cabo, tan adictas como yo, que hicieron más amenas mis esperas, que me abrieron tal oportunidad laboral o me animaron cuando no encontraba motivo alguno para sonreír, que me incitaron sin saberlo a tomar una de las decisiones más arriesgadas de mi vida.

Algo no muy bueno ocurre cuando primamos el contacto virtual al real, cierto. Tal vez es que lo físico corrompe ideales y que tras la pantalla de un smartphone todos nos volvemos puritanas almas cándidas. Suerte que aparezcan los trolls para demostrarnos que de todo hay en este mundo y que tanto por la red como por la calle encontramos equilibrio entre buenas y malas gentes.

¿Acaso la vida no ha de vivirse así? ¿de forma nivelada? Que por cada hora de conversación al Whatsapp, se sobreponga otra en la cafetería de la esquina. Se intentará al menos. No prometo nada.

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