Desde la llegada de los primeros teléfonos móviles, el temor a lo nuevo ha ido alimentando una teoría rápidamente soterrada por su fulgurante éxito comercial: la idea de que las ondas electromagnéticas resultasen nocivas para el usuario, señalándose desde no pocos frentes una mayor incidencia de cáncer cerebral entre quienes pasan más horas apegados al terminal.

Recuerdo cómo hace una década se engendraron numerosos reportajes que trataban la cuestión desde el habitual alarmismo. Crónicas que no reflejaban la disparidad científica existente. Mientras unos expertos dan por buena la correlación, otros tantos retuercen las mismas conclusiones hasta negarla. Lo curioso es que ambas partes denotan fiabilidad en sus argumentos.

La población pronto se cansó de este juego de dimes y diretes (quien supo de él). Los que convinieron la unilateral versión mediática, la olvidaron tan pronto el teléfono móvil despegó como producto de primera necesidad, convención social inaludible y causa adictiva de quienes, como un servidor, ya no pueden dormir sin su smartphone al lado.

Los teléfonos inteligentes han supuesto la ebullición de este mercado. Hoy día existen más de 5.000 millones de usuarios en todo el mundo, de éstos, cerca de una cuarta parte lidian a diario con smartphones. El dato interesa porque, dada la mayor funcionalidad de estos aparatos, el contacto es mucho más prolongado. Sería lógico pues que el debate sobre lo cancerígeno o no de estas ondas se reavivase, algo que no ha ocurrido hasta la alerta emitida por la Organización Mundial de la Salud.

El aviso, muy matizado, sosegado y algunos dirán que hasta endeble, entiende que los teléfonos móviles (sus campos electromagnéticos) han de considerarse posiblemente cancerígenos y por tanto dentro del grupo 2B en la clasificación pertinente. En dicho saco entra también, por citar sólo un ejemplo, el café.

Que la telefonía móvil no se haya incluído directamente en el grupo 1 (el de elementos probadamente cancerígenos) deja a las claras que la disparidad de opinión científica persiste. No nos explicamos entonces por qué la OMS ha esperado hasta ahora para reconocer el debate largo tiempo existente.

Será el próximo 1 de julio cuando The Lancet Oncology publique el análisis que la organización ha hecho de cientos de estudios sobre el tema.

En comunicado de prensa, la OMS hace hablar a algunos de sus expertos. Christopher Wild, director de la Agencia Internacional de Investigación en Cáncer (IARC) resume perfectamente el estado de la cuestión:

Dadas las potenciales consecuencias para la salud pública de esta clasificación y estos hallazgos, es importante que sean realizados estudios adicionales sobre el uso intenso y a largo plazo de los teléfonos móviles. Hasta que esté disponible ese tipo de información, es importante tomar medidas pragmáticas para reducir la exposición, como el uso de manos libres o mensajes de texto.

Alejandro Muggeri, doctor en neurooconlogía, reitera dichas recomendaciones: hasta que sepamos a ciencia cierta si los móviles son cancerígenos o no, es conveniente mantener una distancia pruencial entre oído y teléfono al hablar, recomendándose unos 40 centímetros durante el resto de operaciones, tales como navegar por Internet. También se recomienda no llevarlo pegado al cuerpo y evitar su uso por parte de menores, cuyo cerebro aún se encuentra en formación.

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