Curtis Perry (Flickr)

Hace unos días hablábamos de la relación que podía existir entre ciertos comportamientos psicópatas y un tipo de neurotransmisor que se encuentra en nuestro cerebro. Hoy, en el segundo capítulo, profundizamos un poco más en la influencia de ciertos genes y la personalidad violenta de algunos individuos.

Como decíamos en el post anterior, resulta muy complicado mezclar genética y neurociencia. La complejidad de las enfermedad mentales relacionadas con comportamientos violentos o psicópatas es extrema, ya que no solo afectan los genes a las características de un individuo, sino que también se da una fuerte influencia del ambiente.

Sin embargo, tal y como citan en este estudio, investigaciones realizadas en más de 50 generaciones de ratas noruegas, seleccionadas en función de la ausencia o presencia de un comportamiento agresivo, habían demostrado el papel de la ya explicada serotonina. Además, se apuntaba la importancia de una proteína adicional, denominada monoaminooxidasa A, más conocida por las siglas MAO-A. ¿Para qué sirve esta enzima? ¿Se ha demostrado su papel en las personas violentas?

MAO-A: ¿La enzima de la violencia?

A pesar de que hablamos de la relación entre genes y comportamientos agresivos en dos capítulos diferentes, no debemos pensar que ambas 'entregas' no tienen relación. Muy al contrario, si estudiamos qué es la MAO-A, entenderemos, por su papel como catalizador en la oxidación de monoaminas y la degradación de neurotransmisores (como la serotonina), que existe un vínculo estrecho entre ambos factores.

En particular, desde hace años se apunta al papel de la MAO-A como enzima de la violencia. Ya en 1993, un trabajo publicado en Science confirmaba que una mutación puntual en el gen que codifica esta proteína provocaba una deficiencia en la cantidad de MAO-A, que se asociaba a comportamientos agresivos de varios hombres de una familia en Holanda.

Por tanto, este artículo de 1993 ya apuntaba a la deficiencia de esta proteína como posible causa de la violencia y agresividad de algunos individuos. ¿Qué sabemos veinte años después? Estudios realizados en monos y en seres humanos (tanto hombres como mujeres) asocian de nuevo la carencia de esta enzima a una respuesta más violenta. Sin embargo, existe una peculiaridad que no debemos pasar por alto.

En aquellos individuos que hubieran recibido abusos sexuales o agresiones durante su infancia, pero que tuvieran cantidades normales de MAO-A, el comportamiento antisocial era menos frecuente. Sin embargo, los monos y las personas que hubieran sufrido estos problemas de pequeños, y además contaran con menos concentración de MAO-A, estaban más predispuestos a desarrollar comportamientos agresivos y violentos en la época adulta.

Este resultado, más conocido en ciencia como interacciones GxE (las letras aluden a 'genes' y 'ambiente' en inglés), ha sido observado en análisis posteriores. En particular, la deficiencia de MAO-A y el maltrato infantil derivaron en la mayoría de los casos en comportamientos agresivos y violentos años después.

John Goode (Flickr)

Incluso hay estudios más recientes que no relacionan solo las interacciones GxE y el maltrato infantil, sino también con otro tipo de condicionantes, por ejemplo que la madre, durante el embarazo, fumara de manera habitual. Incluso situaciones de riesgo, como familias con bajos recursos económicos, donde por desgracia se hubiera pasado hambre, también podían ser factores importantes para el desarrollo de la agresividad adulta.

En otras palabras, los genes relacionados con comportamientos violentos estarían muy condicionados por parámetros ambientales realmente variopintos. A pesar de ello, no debemos dejar de lado la posibilidad de que existieran resultados que fueran falsos positivos, en los que pareciera que una actitud violenta era causada por la interacción GxE, y que un único gen era responsable de estas actitudes.

Como vemos, el mapa genético y bioquímico relacionado con comportamientos agresivos sigue siendo realmente amplio. Igual que comentamos en el post de hoy y en el de hace unos días, estos estudios no deberían provocar la simplificación de un problema realmente complejo, que sigue trayendo de cabeza a científicos del campo de la genética, la neurobiología y la psicología. La maldad sí podría, por tanto, venir escrita en nuestros genes, o al menos en algunos, con la salvedad de que existen muchos otros factores (regla, goma de borrar, afilalápiz, etc.) que debemos tener en cuenta a la hora de escribir la importancia del ADN.

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